El verdugo

Se llamaba Antonio López Sierra, fue el último verdugo español. Representaba el escalón menor de la administración de justicia (?) en los años del franquismo. Un oscuro funcionario para que ejecutara la muerte legalmente administrada. Lo conocimos cuando ya estaba en paro. Era un hombre pequeño, temeroso, de pocas palabras, desaliñado y oscuro. Vivía en una pequeña portería del barrio de Malasaña, en un habitáculo interior, sin ventanas, en compañía de su mujer, un canario y unos cuantos pobres muebles. Muy pocas personas del barrio conocían su oficio. Después de participar en la película Queridísimos verdugos, de Basilio Martín Patino, una obra maestra sobre la España negra, se había tenido que cambiar de barrio. Era, cuando lo conocimos, un hombre solitario, un bebedor silencioso, un paseante solitario y nocturno. Era un hombre sin vida. Antonio, de origen extremeño, de vida dura, con algunos pequeños delitos en su oscura existencia, de trabajos precarios, con pasado carcelario y perdedor en la guerra civil. Sobrevivía vendiendo caramelos. Malvivía con su mujer y dos hijos. Para salir de su situación alguien le propuso ser verdugo. Atrapado en su propia miseria, incapaz de encontrar salidas en un entorno sórdido, aceptó el trabajo. Pensó, como aquel verdugo de otra obra maestra de nuestro cine, aquel que interpretaba Pepe Isbert en la película de Berlanga, que tendría poco trabajo. Y, además, alguien tendría que hacer ese sórdido trabajo.

Fue su secreto oficio durante más de treinta años. Ejecutó a más de veinte personas. Conoció su oficio, cuidaba la “máquina” -así llamaba Antonio al garrote-. Un maletín con unos artilugios metálicos que se guardaban en las dependencias del Ministerio de Justicia. Cuando llegaba la hora, una pareja de la Guardia Civil, o un policía en los últimos años, acompañaban a este ejecutor de sentencias a que realizara su siniestro trabajo. Se sienta al reo, se le ata con las esposas a un palo, se le venda y se le estrangula con un torniquete. Se trituran sus vértebras cervicales para laminar su cuello aplastando el bulbo.

No seguiré describiendo los efectos del garrote. Si quieren, en Baroja o en Daniel Sueiro pueden encontrar minuciosas descripciones de esta manera española de ejecutar la muerte.

Recuerdo a esa otra víctima, ese otro triste cautivo que es el verdugo, porque está presente en una de las películas que optan a ser las que nos representen en los Oscar de Hollywood. Se trata de Salvador, de Manuel Huerga, sobre la vida y muerte de un joven anarquista, de un antifranquista llamado Salvador Puig Antich. Los últimos veinte minutos de la película son sobrecogedores. Hablan de otro país. De aquel país de los últimos años del franquismo que algunos conocimos muy bien, demasiado bien. Puig Antich fue, en compañía de Heinz Ches, el último ajusticiado de la injusticia en tiempos de Franco. La última ejecución de un verdugo, de un pobre hombre que tiene un lugar siniestro en la peor historia de nuestro reciente pasado.

Javier Rioyo
19/9/2006