Erótica Catedral Placentina

No cabe duda de que cuando se visita la catedral placentina apenas se contempla y admira sino una parte de lo mucho de monumental que la misma contiene. Y es por eso por lo que podemos asegurar, sin que en absoluto tengamos temor al yerro ni a la exageración, que el coro de la catedral de Plasencia es una de sus más notables maravillas; es un monumento dentro de otro mayor. La visita al primer templo diocesano queda siempre incompleta si no se ven y admiran las extraordinarias tallas y taraceas del coro.



A nadie debe extrañar la existencia de tal maravilla, ya que, en los tiempos en que fue hecha, era la diócesis placentina bastante rica, y ello daba pie y lugar a la contratación de los mejores artífices de la época a fin de que hicieran un trabajo digno de la magnificencia de la catedral, de la ciudad y de la diócesis.

Como a la sazón era Rodrigo el tallista de más acreditado prestigio (trabajó en Toledo, Zamora y Ciudad Rodrigo), se le llamó a Plasencia. Algunos aseguran que lo mejor que salió de sus manos fue, precisamente, el coro de nuestra catedral.

Noble fue la madera utilizada, de nogal, como correspondía a la grandeza de la obra que pensaba realizarse. El estilo, el gótico flamígero.

Son 67 las sillas del coro: 41 en la parte alta y 26 en la baja, dispuestas hoy de tal modo, que se acomodan al nuevo emplazamiento, pues no fueron construidas para la catedral nueva, por lo que no deberán extrañar ciertos ajustes que han supuesto mutilación, aunque leve, en parte de la obra total, y que son producto de la necesidad del acoplamiento a la actual ubicación.



Hay indicios que permiten asegurar que no fue Rodrigo el autor de toda la obra, sino que tuvo ayudantes placentinos, tal vez de ascendencia judía, que trabajarían las sillas del coro bajo, en las cuales se observa, si bien se mira, una mano distinta de la del entallador alemán. Y asimismo puede pensarse que Rodrigo fuera, él mismo, judío o de tal ascendencia, pues por aquella época te¬nía la ciudad y la diócesis a un judío converso por obispo, don Gonzalo de Santa María (1425-1427), hijo, a su vez, de judío converso también.

Cabe hacer tal suposición, aunque nada pueda asegurarse por el momento, ya que toda la vida del maestro Rodrigo Alemán, así como su muerte, son puro misterio, rodeado, para más complicación, de leyendas que, con algunas variaciones, se repitan en otras tierras y en épocas diferentes a través de los tiempos.

No se limitó Rodrigo a realizar en Plasencia las sillas del coro catedralicio, sino que, hábil como era en su arte, tra¬bajó igualmente la piedra, haciendo de ella encaje como lo hacía de la madera. Y dejó su huella en la portada del que fue convento de las Claras, y en el llamado Puente Nuevo, en el cual figura la última fecha conocida de la existencia del maestro (1512) sobre la faz de la Tierra, fecha que es la de terminación del referido puente, cuyo templete se encuentra hoy mutilado a causa de las múltiples embestidas de los camiones que por él circulan; templete en el que siempre hubo vestigios de la devoción de los gitanos, quienes hoy echarán de menos a "su" Virgen, que se conserva, hasta mejor ocasión, en las dependencias municipales.

No hay en la ciudad más documento escrito de relación con Rodrigo que el que se refiere al encargo que del Cabildo recibió para hacer dos sillas (las de los Reyes Católicos). En la desaparición misteriosa del tallista quizá tenga mucho que ver la expulsión de los judíos de la península.

Las tallas de la sillería

La sillería del coro de la catedral de Plasencia pertenece al grupo de las que tienen figuras (hay otro grupo en el que sólo se tallaron adornos arquitectónicos). La maestría con que fue hecha y el detalle de las figuras la hacen descollar entre otras. Pero no es ésa la característica que hoy nos interesa resaltar.

Si interesantes, curiosas y admirables son las tallas y taraceas todas, no son menos sugestivas y sustanciosas algunas de las que permanecen normalmente veladas al visitante si éste realiza la visita con apresuramiento.

La majestuosidad de las tres sillas principales (la del obispo y las que, para los Reyes Católicos, se instalaron en el coro alto), asi como las llamativas taraceas, dejan camuflados los "mensajes" tallados en las "misericordias" corales, en las que, al lado de la riqueza imaginativa, puede el visitante recrearse con la inventiva de Rodrigo (si es que, acaso, las tallas son obras totales del maestro), o con la picaresca sugerida al entallador Rodrigo por quienes le encargaron tan artístico trabajo, los propios clérigos, miembros del Cabildo Catedral.

Era la ciudad por aquel entonces un pueblo de alrededor de cinco mil almas, en el que todo lo que se saliera un adarme de lo normal sería comentado con maledicencia.

Y esa, entre otras, debió ser la razón de que en la sillería quedaran tallados, en documento para la Historia, los sucesos locales de algún relieve que, al propio tiempo, importasen a clérigos y ciudadanos.

En las "misericordias", en los asientos del coro, hay escenas que, para la época, son insolentes y muestran el mayor descoco en algunos casos, asi como en otros rozan lo irreverente y hasta lo sacrilego.




Un examen algo atento puede hacer saltar a la vista, inmediatamente, si uno se sitúa previamente en la época, la desvergüenza con que una mujer se lava los pies, de cara al espectador, descubiertas sus carnes hasta las rodillas, cuando eran tiempos aquellos en los que las faldas tapaban las piernas hasta los tobillos incluso.


Sorprenderá igualmente al visitante el hecho de que los tallistas forzaran la postura de algunas figuras de hombres a fin de que, con insolencia, y haciendo alarde de exhibicionismo, pudieran mostrar bien a las claras los órganos genitales.

Es chocante también que, en la escena que muestra a Jesús Niño en discusión con los Doctores, haya una figura que parece apuntar a la Divina Majestad qué es lo que tiene que ir diciendo.

Pero en las referidas tallas hay una constante, picara igualmente, que hace pensar en el origen y la razón de mu¬chas de ellas, la mayoría. Y es que se encuentran muchos frailes ridiculizados (con un perro haciendo presa en las posaderas de uno; haciendo prédica ante gallinas, con cabeza de zorro, otro; cortejando descaradamente a una dama el de más allá; con caras simiescas un buen número de ellos), y un considerable etcétera de actitudes poco acordes para quienes, como los monjes, es de razón que estuvieran sometidos a severas reglas, y obligados a observar ejemplar conducta, bien que hubiera, como excepción, cenobitas que no fueran tan respetuosos de su ley.

Se da el caso de que todos los frailes representados en la sillería catedralicia placentina son franciscanos (muchos, mendicantes; escasamente formados otros; picaros tal vez algunos de los que en la realidad recorrían las calles ciudadanas), claramente enfrentados con los miembros del Cabildo Catedral a causa posiblemente de los celos por el poder que a cada institución daba el dinero. Y aunque no faltan quienes piensan que las tallas del coro a que nos estamos refiriendo pudieran haber sido obra exclusiva de los artífices que se dice las hicieron, por ser estos judíos y querer vengarse asi de una institución, la Iglesia, que tan mal les había tratado, debe ser más cierto que los clérigos de la seo, que eran los que a fin de cuentas pagaban, desearon dejar constancia de la burla a que, de ordinario, en sus conversaciones, como posiblemente en las del pueblo llano, sometían a los franciscanos, no por ser estos más o menos ignorantes o pillos, sino porque eran amenaza de poder real a causa del aumento de los bienes y propiedades que los últimos acumulaban.

Y puede decirse que gracias a esa rivalidad ha llegado hasta nosotros un retazo de la historia ciudadana del siglo XV, hecha arte, con toda la gracia, la picardía y la frescura de la época a que se refiere.


FUENTE: José Luis García Martín. Región Extremeña. Mayo 1979