[Extraños en el Paraíso]

Cuentan los que estudian que entre los jóvenes británicos de buena cuna se puso de moda, allá por el setecientos y el ochocientos, llevar a cabo una prueba de madurez. Tenían que salir de casa. Viajar. Conocer Europa. Y dicen que era una experiencia educativa y de esparcimiento. Lo llamaron el Grand Tour. Roma, Milán, París o Atenas eran algunos de los destinos. Allí conocían por la mañana las maravillas de la cultura clásica, dejando para la tarde y la noche otro tipo de conocimientos más cercanos.


Algunos cambiaron Milán o Atenas por nuestras casas y pisaron nuestras calles, y conocieron el paraíso, un paraíso extraño para ellos. Esperaban Versalles, pero encontraron el Guadiana y la aduana de Puerta de Palmas. Esperaban los palacios de Vía Véneto y encontraron Vila Viçosa y su plaza ducal. Esperaban a las damas de la Lombardía pero encontraron a los gitanos del río en Mérida o en Badajoz. Y los amaron. Porque no los encontraron, los buscaron. George Borrow, don Jorgito el Inglés, vino a vendernos biblias y encontró la noche y un estilo de vida que no olvidó jamás. Su periplo por esta tierra, sus aventuras y correrías huyendo de la justicia, merecen, por sí solas, un capítulo para él en la Lusipedia.

Giussepe Baretti, Richard Cumberland, Robert Southey, Robert Semple, Richard Ford, Benjamin Badcok o William Beckford venían buscando hoteles y encontraron posadas. Algunos no supieron entenderlo. Eran, en el fondo, aventureros de pacotilla. Pero nos pusieron en los mapas. Y Lord Byron nos puso en los versos.

De todos ellos da buena cuenta la Lusipedia. Y también la da del gran Leite de Vasconcelos, que una buena mañana llegó al Alentejo para desenterrar nuestro pasado. Y del maestro de epigrafía alemán que allá por 1861 pisó tierra emeritense para descifrar algunos de nuestros monumentos romanos, Hübner dicen que se llamaba. O de Alan Lomax, el yanki rechoncho, que un siglo después llegó a Arroyo de la Luz para desentrañar, también descifrar, nuestros monumentos musicales, o de otro yanki, Eugene Smith, que cambió para siempre el corazón de Deleitosa.

Llegó Pablo Palazuelo para encontrar el paraíso en un castillo de Monroy. Llegó Ferlosio a las calles de Coria. Llegó el alemán de los Barruecos. Llegó un extraño Buñuel, y un católico francés, Maurice Legendre, que hablaron, y mucho, del norte hurdano. Llegó Kindel a Vegaviana y nos dejó imágenes de calles y casas de diseño en blanco y tierra. Llegó a Belgais María Joâo Pires para descubrir el paraíso en las teclas de un piano de cola. Llegaron unos jipis a Marvâo porque decían que habían encontrado el Edén. Y vivieron desnudos, hasta que se vistieron para huir de las leyes y de las rejas. Llegó una noche, imposible olvidarse de él, un rey. Un rey sin trono. Carolo II de Rumanía. Y llegó para huir también.

Llegaron muchos más. Pero a nosotros nos gustan los dibujos infantiles de Duarte de Armas, el que llegó para dar cuenta de los castillos de la raya. Han pasado 500 años, pero sus ilustraciones no han perdido nada del encanto de los pupitres de primaria.