Heterodoxos en Ibahernando

Inés Cortés, la última protestante
La comunidad de cristianos evangélicos que nace en Ibahernando a finales del siglo pasado es hoy sólo un recuerdo para sus habitantes.

La emigración y el paso del tiempo han reducido el número de fieles a uno: Inés Cortés Anes. Tiene setenta y cinco años y vive sola.



Cuando Joaquín Peña, último sacristán, se trasladó a vivir a Madrid hace diez años, se cerró definitivamente el templo. Ahora acaba de ser vendido a don Vidal Ruiz, quien piensa derribarlo para construir un nuevo edificio. El cartel de venta aún continúa colgado de su balcón principal.

Para la captación de prosélitos se envió, hace ya muchos años, a la "hermana Mayo" y al "padre Alejandro". Llevaron a Ibahernando biblias evangélicas y ejemplares del Nuevo Testamento que interpretaban en las reuniones. Tras la conversión de los primeros vecinos establecieron el nuevo culto. Entre los años treinta y cuarenta la comunidad llego a tener doscientos fieles.

"Hemos pasado muchas penalidades —dice Inés—, pero la fe nos daba fuerzas para superarlo todo."



En Ibahernando

Cuando llegamos a Ibernando el silencio y la tranquilidad pueban sus calles. El pueblo dormitaba bajo el calor del mediodía, y el sol va despertando olores en las plantas que adornan su pequeña plaza. Nada parece alterar la calma de esta vecindad de unas mil trescientas personas, dedicadas en su mayor parte a la agricultura y la ganadería. Pasados unos minutos aparecen dos muchachas. Pasean despacio y charlan amigablemente. Cuando se detienen aprovechamos para acercarnos y preguntar. Una de ellas, Delia Rubio, recuerda haber oído hablar en su casa de su bisabuela protestante. Un hombre de edad madura se acerca, nos saluda y contesta cordialmente a nuestras preguntas.
—Pues si —dice Francisco García—, mi abuela también fue protestante.
Ha conocido tiempos en que la vida de la comunidad era tranquila.
—En mis tiempos de mozo, y que yo recuerde, nadie se metía con ellos. Apenas había complicaciones, ni a nivel de vecinos, ni a nivel familiar. Algunos hermanos de mi padre eran protestantes, otros católicos. Pero no siempre fue así: después de la guerra, sobre todo, aumentaron los problemas. Aquí hubo un cura, don Amadeo Caro, que les dio mucha guerra. Sobre todo se metía mucho con un "pastor" que se llamaba don Carlos. No recuerdo el apellido. Su hijo estudió para médico y fue director del Hospital Provincial de San Carlos, de Madrid. Ahora trabaja en el Clínico.

La mujer de Francisco añade:
—Bueno, don Amadeo se metía en todo; en el baile, en el paseo... En todo, vamos. Recuerdo el día que murió Francisco Tirado; era protestante y fuimos al entierro un grupo de mozas. Al día siguiente, el cura llamó a las "Hijas de María" y las aleccionó de aquí te espero. Se portaban mejor los protestantes con el pueblo que el pueblo con ellos.



Hacia 1940, la comunidad evangélica decidió instalar una campana en su templo para llamar a los fieles al culto. No fue posible: el párroco se opuso terminantemente. Tuvieron que seguir guiándose por los repiques de la campana católica.

Muchos bautizos y matrimonios fueron celebrados por el rito católico seguramente por ahorrarse complicaciones. Hubo familias que, como la de Joaquín Peña, bautizaron a todos sus hijos por la Iglesia Evangélica. Después, su hijo Cayetano también se caso por el rito evangélico, y Maruja, su mujer, tuvo que convertirse para poder llevar a efecto la ceremonia. Se dieron casos en que los vecinos se casaban por lo católico y después seguían practicando el culto evangélico.


Una evangélica digna de mención: doña Juliana Moreno
Todos recuerdan en el pueblo —unos por oídas, otros porque vivieron en su tiempo— el empuje y la bondad de doña Juliana Moreno, muerta hace veinticinco años cuando contaba ochenta de edad. Fue una evangélica convencida y una cristiana ejemplar.

—Ha sido la mejor vecina que ha tenido el pueblo —comenta Francisca Maestre—. Cuando se enteraba de que alguna familia estaba pasándolo mal se acercaba, al anochecer, a su casa y a través del postigo de la puerta les lanzaba paquetes de comida o ropa.

Era como un regalo venido del cíelo, pero todos sabían que era a la tierra —y más concretamente a doña Juliana— a quien debían la cena de aquella noche. Ayudaba en los partos, abría las orejas a las recién nacidas, sacaba muelas y, en el mes de mayo, regalaba a Francisca Maestre hermosos ramilletes de flores de su patio que iban a parar a los pies de la Virgen de la parroquia. Dio total libertad a sus hijos para que eligieran la religión que más les convenciese. Así, cuando al toque de campanas la madre y la hija salían de casa para hacer sus rezos diarios, una se dirigía al culto; la otra, al rosario.

Una visita obligada
Inés Cortés Anes vive en la afuera del pueblo. Su casa, encalada y pequeña, remata una de esas calles estrechas de pueblo que termina entre huertos. La entrada lateral de la vivienda está rodeada por un patio estrecho. Una gran cantidad de plantas ocupan los laterales. Llamamos. Tras la cortina rústica de la puerta se oyen ruido de cubiertos y platos. Inés terminaba en ese instante de comer. Sale inmediatamente. Nos sentamos con ella en los escalones de la entrada.


Es una mujer mayor, pero jovial y campechana como pocas. Nacida y criada en Ibahernando. Cuando viene al mundo, o al menos desde que ella recuerda, sus padres son ya practicantes del culto evangélico y en él educan a sus ocho hijos. Dos de ellos se casan por la Iglesia Católica; los demás, por la Evangélica. Es novia de Valentín Salor durante seis años...

—El, a veces, venía conmigo al culto, y a pesar de que yo jamás le dije nada sobre ello, poco a poco se fue convirtiendo. Nos casamos por la Iglesia Evangélica. Ese mismo día se confirmó y recibió al Señor en nuestro templo.

—¿Existen muchas diferencias entre et culto evangélico y el católico?
—No, no lo crean. Para nosotros, Jesucristo es Dios, y también creemos en la Santísima Trinidad; sin embargo, a la Virgen la reconocemos nada más que como la madre de Jesucristo. Yo nunca le pido nada a la Virgen. También creemos en los Apóstoles, pero no rendimos culto a las imágenes. Está prohibido en la Biblia: "No os inclinaréis ante las imágenes."


Acto seguido se levanta y entra en la casa. Sale llevando en la mano un pequeño libro: el Nuevo Testamento.

—Yo —añade— no sé leer ni escribir, pero el mirar este libro o la biblia evangélica me reconforta. Son los auténticos... Sin embargo, la Iglesia Católica ha traducido muchas cosas a su aire. Yo creo que mí religión se acerca más a las cosas reales, es más auténtica. Cuando hacíamos el culto y venía algún vecino nuevo, lo que más le gustaba era sobre todo que allí se hablase en castellano, tal y como hablábamos la gente del pueblo, nada de latines...
—¿Sabe usted que ahora la Iglesia Católica también hace su culto en castellano?
—¡Claro! Es que han tenido que ir cambiando. Y han cambiado sobre todo desde el Concilio... Nosotros no hemos cambiado apenas nada. Comulgamos con pan y vino, no con la hostia, con pan y vino auténtico. También es diferente la forma de confesarnos. Yo me confieso directamente con Dios cada mañana y cada noche. Sin ningún intermediario...


Tiene entre sus manos el libro y no le deja parar un momento. Expresiva y vivaracha, Inés sigue hablando, explicándose con esa inteligencia natural y con esa fe que tanta fuerza dan a su personalidad.
—¿Cómo han sido sus relaciones con el pueblo?
—Pues... antes en el pueblo no se portaban bien con nosotros. Ahora ya no, ahora somos los buenos... En realidad, la gente del pueblo era buena, pero los curas la inducía contra nosotros y se dejaba llevar. Don Amadeo y don Miguel fueron unos inquisidores para los evangélicos, sobre todo don Amadeo. Cuando estábamos empleados intentaban convencer a nuestros amos para que nos despidieran. Era más diñcil encontrar trabajo cuando eras evangélico. Nosotros, mi marido y yo, encontramos buenos amos, y no tuvimos nunca problemas. Un "señorito" nuestro me decía hace poco que los evangélicos de Ibahernando habíamos dado siempre un testimonio auténtico de fe y honradez. Pero otros no tenían tanta suerte. A veces, a los medieros, si pertenecían a nuestro culto, les quitaban las tierras. Los curas nos llamaban herejes. Siempre estaban contra nosotros. Un día vino al pueblo un obispo. Cuando íbamos a salir del culto oímos que llegaba la comitiva: las autoridades y la gente del pueblo que acompañaba al obispo. Venían diciendo: ¡Viva el señor obispo! ¡Mueran los protestantes! Nos quedamos rezagados esperando que pasase el griterío. Siguieron gritando hasta la iglesia. Nadie les llamó la atención, ni siquiera el obispo. Después, el obispo se murió.
—¿Pero, se murió, cuándo?
—Esa misma noche, en el pueblo.
Y se queda pensativa, convencida, tal vez, de que en todo lo ocurrido intervinieron fuerzas desconocidas para el hombre.
—Ante toda esta serie de hechos, ¿cómo solucionaban el de la educación de los niños?
—Por ese lado no hubo ningún problema. La comunidad envió desde Madrid un maestro. Las clases se daban en el templo, y el profesor era tan listo que llegó a dar clases particulares a casi todos los niños del pueblo. Bueno, es que ocurrían unas cosas... Algo parecido pasó con Joaquín Peña. Era carpintero y le encargaban los mejores trabajos del pueblo; cuando cambiaron de cura hizo todo el trabajo en madera de la iglesia católica.
—¿Recibían ustedes ayuda económica de otras comunidades evangélicas?
—No. Nunca recibimos más ayuda que para hacer la iglesia. Para levantarla se reunió dinero de distintas comunidades de dentro y fuera de España, y como era internacional, cuando la guerra pusieron una bandera alemana y nadie pudo tocarla...
Inés no tuvo hijos. Crió a una sobrina que ahora vive en Alcalá de Henares y con la que pasa la temporada de invierno. De esta forma llena —un poco— la soledad en que vive desde la muerte de su marido. Valentín Salor está enterrado en el nuevo cementerio, donde no existen las tapias divisoras que intentaron, en su día, marginar el silencio de los que allí descansan. Al borde de la carretera de Trujillo, el cementerio antiguo separa, con un muro, el reposo de , los vecinos que practicaban credos distintos. Su puerta cerrada nos indica qu aquellas absurdas diferencias han sid olvidadas definitivamente por los ve nos de Ibahernando.



FUENTE: Carmen Díez Lobato. Región Extremeña. Mayo 1979.